Mi visión sobre la suerte
No se trata sólo de esfuerzo ni de trabajo duro para alcanzar el éxito, la cuestión es que por más que planees tu vida y trabajes por sobresalir, la suerte —eso que no puedes controlar— está ahí acechándote para bien o para mal
Y así como un día cualquiera te puedes encontrar en la calle un billete de 20 mil pesos (colombianos), una semana después puedes perder tu billetera no sólo con más dinero del que te encontraste hace unos días; sino que, como si fuese poco, pierdes todos tus documentos y tarjetas bancarias.
De tal modo que la suerte —buena o mala— la miro con la misma cara de desconfianza que pone el Conan del canal "Te lo resumo así nomás".
Existe un cuento... muy antiguo... que trata sobre un viejo campesino que visita al menor de sus hijos, luego de varios años de no verse. El hijo, un joven emprendedor, vivía en un humilde rancho que con esfuerzo había logrado conseguir. Cierta noche, mientras cenaban, escuchan un relinchar y cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la puerta, descubren un hermoso caballo salvaje en el redil. Ante tal suceso, los vecinos celebran la buena suerte del joven y le animan a vender el animal; sin embargo, el viejo, ante tanto jolgorio, dice algo que deja perplejos a todos:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Al día siguiente, cuando el joven se disponía a alistar al caballo para llevarlo al mercado, no sujeta bien los amarres y el animal escapa a la montaña. Los vecinos, al enterarse de tal infortunio, tan sólo son capaces de decir:
—¡Qué mala suerte, muchacho!
El viejo, dándose cuenta de la tristeza de su hijo, lo abraza y le susurra al oído:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
—Pero, papá, ¿no entiendes?, pude haber ganado mucho con ese caballo y de paso pagar algunas deudas.
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? —vuelve a repetir el viejo.
Pasa el tiempo y un domingo muy temprano en la mañana llegan varios caballos salvajes al rancho.
—Papá, mira, ahí está el que se escapó —señala el joven con una sonrisa—. Estoy seguro que es el líder de la manada y que él los trajo.
—¡Qué buena suerte tienes! —exclama una vecina.
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? —dice el viejo otra vez.
La vecina no le presta atención y le aconseja al joven que se apresure en domar al líder de la manada, ya que si lo logra, evitará que los demás caballos escapen. Y así lo hace o al menos lo intenta. El joven busca la ayuda de sus amigos y varios lo apoyan con mucho agrado; pero tal es la desgracia que no sólo todos los animales escapan antes de que termine el día; sino que, además, en el primer y único intento por montar al caballo, el joven se cae y recibe varias patadas que le fracturan las piernas. Después de eso, todo es caos, los animales encabritan, destruyen el redil y desaparecen montaña arriba.
—¡Qué mala suerte tiene ese muchacho! —se lamenta más de un vecino.
Sin embargo, el viejo campesino sólo replica como si fuese un sonsonete que nadie entiende ni quiere escuchar:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Pasan varios días y mientras el joven convalece en la cama, su padre se encarga de los quehaceres del rancho. No transcurre ni una semana cuando el ejército arriba de improviso al pueblo y reclutan a todos los jóvenes para llevarlos a la guerra; si no fuera por el lamentable estado del hijo menor del viejo campesino, el comandante se lo habría llevado.
Esa guerra, como todas, deja varios muertos, mutilados y trastornados; tal es la desgracia en aquel pueblo, que muchos padres ni siquiera pueden dar santa sepultura a sus hijos, una vez terminada la guerra.
Para esa época el hijo menor del viejo campesino se había recuperado y ya tenía familia: una amorosa esposa y un primogénito saludable y avispado.
Una mañana cuando el viejo campesino sale con su nieto para llevarlo a la escuela, una vecina, que había perdido a su hijo en combate, se le acerca y le pone conversa:
—Usted es un hombre con muy buena suerte, ¿lo sabía?
A lo que él responde:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Y así como un día cualquiera te puedes encontrar en la calle un billete de 20 mil pesos (colombianos), una semana después puedes perder tu billetera no sólo con más dinero del que te encontraste hace unos días; sino que, como si fuese poco, pierdes todos tus documentos y tarjetas bancarias.
De tal modo que la suerte —buena o mala— la miro con la misma cara de desconfianza que pone el Conan del canal "Te lo resumo así nomás".
Existe un cuento... muy antiguo... que trata sobre un viejo campesino que visita al menor de sus hijos, luego de varios años de no verse. El hijo, un joven emprendedor, vivía en un humilde rancho que con esfuerzo había logrado conseguir. Cierta noche, mientras cenaban, escuchan un relinchar y cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la puerta, descubren un hermoso caballo salvaje en el redil. Ante tal suceso, los vecinos celebran la buena suerte del joven y le animan a vender el animal; sin embargo, el viejo, ante tanto jolgorio, dice algo que deja perplejos a todos:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Al día siguiente, cuando el joven se disponía a alistar al caballo para llevarlo al mercado, no sujeta bien los amarres y el animal escapa a la montaña. Los vecinos, al enterarse de tal infortunio, tan sólo son capaces de decir:
—¡Qué mala suerte, muchacho!
El viejo, dándose cuenta de la tristeza de su hijo, lo abraza y le susurra al oído:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
—Pero, papá, ¿no entiendes?, pude haber ganado mucho con ese caballo y de paso pagar algunas deudas.
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? —vuelve a repetir el viejo.
Pasa el tiempo y un domingo muy temprano en la mañana llegan varios caballos salvajes al rancho.
—Papá, mira, ahí está el que se escapó —señala el joven con una sonrisa—. Estoy seguro que es el líder de la manada y que él los trajo.
—¡Qué buena suerte tienes! —exclama una vecina.
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe? —dice el viejo otra vez.
La vecina no le presta atención y le aconseja al joven que se apresure en domar al líder de la manada, ya que si lo logra, evitará que los demás caballos escapen. Y así lo hace o al menos lo intenta. El joven busca la ayuda de sus amigos y varios lo apoyan con mucho agrado; pero tal es la desgracia que no sólo todos los animales escapan antes de que termine el día; sino que, además, en el primer y único intento por montar al caballo, el joven se cae y recibe varias patadas que le fracturan las piernas. Después de eso, todo es caos, los animales encabritan, destruyen el redil y desaparecen montaña arriba.
—¡Qué mala suerte tiene ese muchacho! —se lamenta más de un vecino.
Sin embargo, el viejo campesino sólo replica como si fuese un sonsonete que nadie entiende ni quiere escuchar:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Pasan varios días y mientras el joven convalece en la cama, su padre se encarga de los quehaceres del rancho. No transcurre ni una semana cuando el ejército arriba de improviso al pueblo y reclutan a todos los jóvenes para llevarlos a la guerra; si no fuera por el lamentable estado del hijo menor del viejo campesino, el comandante se lo habría llevado.
Esa guerra, como todas, deja varios muertos, mutilados y trastornados; tal es la desgracia en aquel pueblo, que muchos padres ni siquiera pueden dar santa sepultura a sus hijos, una vez terminada la guerra.
Para esa época el hijo menor del viejo campesino se había recuperado y ya tenía familia: una amorosa esposa y un primogénito saludable y avispado.
Una mañana cuando el viejo campesino sale con su nieto para llevarlo a la escuela, una vecina, que había perdido a su hijo en combate, se le acerca y le pone conversa:
—Usted es un hombre con muy buena suerte, ¿lo sabía?
A lo que él responde:
—¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?
Así que ante esos sucesos afortunados o desafortunados, planeados o fortuitos, ¿quién sabe?, sólo puedo sonreír como lo hace Terminator.
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