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Cuando Dot Ñawi conoció a Kailú


Llegué a la Tierra hace mucho rato y soy dueño de Tiendita Alienígena, una tienda de juguetes y artículos coleccionables. Pero todo es pura pantalla, en realidad me dedico a la búsqueda de unos objetos muy especiales y a la cacería de prófugos del Otro Mundo. Luego te contaré más sobre eso.

Lo que quiero contarte hoy es cómo conocí a Kailú.

¿No sabes quién es ella?

Kailú es la mejor vendedora de Tiendita Alienígena.

Es muy talentosa... es capaz de venderle un póster del Batman de George Clooney a un marvelita... es más... ella puede convencerte de comprar toda la colección de los 9 episodios de Star Wars... inclusive... puede concretar la venta de una novela de Stephen King o de Stephenie Meyer a un lovecraftiano.


¡En fin...! cierto día llegó un cliente que sobre todo le gusta coleccionar figuras de vinil de personajes de la década de los 80s y 90s. Obviamente, quiso que lo atendiera Kailú y ella le vendió una réplica de R2D2.

Antes de irse, él se acercó a la cafetería y pidió una taza de chocolate y un pan. Le puse conversa, el tipo es muy callado, al principio creí que se trataba de un hombre de negro; pero no... una vez se sintió en confianza, habló como una cotorra. Me dijo que era un tal Diego López y que le gustaba mucho escribir historias... y hacer no sé qué cosas con los computadores... ¡Bueno! para resumir, le dije que a mí no se me da muy bien lo de las letras; pero que tengo muchas vivencias que se podrían plasmar en cuentos o quizás novelas, ¿por qué no?

Le conté sobre cómo conocí a una mujer muy especial, no le dije que se trataba de Kailú, ¡ni más faltaba!

Se sorprendió y me preguntó si podía escribir esa historia y, pues, le respondí que sí. ¡No problem!

Lo interesante del asunto es que participó en el concurso literario Historias Pulp y fue ganador. Inclusive, un par de años después, recopiló esa historia en la antología de cuentos 9 monstruos fantásticos y me regaló un ejemplar del libro.

9 Fantastic Monsters

Así que sin más preámbulos, aquí está la historia sobre cómo conocí a Kailú:


The Other Thing
por Diego Darío López Mera

Deben de ser las dos de la mañana, o quizás las tres, y aquel vendedor de planes de telefonía móvil, lejos de sentirse fatigado, se siente lo más de bien. Inclusive... sonríe. Fue una buena semana y una excelente noche. Aunque, por esos vaivenes de la vida, no sabe dónde se encuentra. Pero, "¿qué importa?", piensa él; así que, sin darle mayor importancia a que está solo y perdido en esa noche, sigue sonriendo. Sí, definitivamente, la soledad en ese bosque, porque se encuentra solo en medio de un bosque desconocido, pondría los pelos de punta a cualquiera, pero no a él. "¿Qué importa?", medita, "ya llegaré a mi destino de un modo u otro". Así que sonríe y prosigue su camino. De repente, pisa hasta al fondo el pedal del freno del automóvil, cuando algo, que parece ser un perro, atraviesa corriendo de un borde al otro el sendero encharcado. El vendedor deja de sonreír. El animal se pierde en la maleza negra y mojada. Si los faros delanteros no iluminaran el camino, la oscuridad sería total y aquel perro, si es que se trató de un perro o una alimaña salvaje, sería un pobre animal aplastado.
       Respira profundamente, agarra con ambas manos el volante y hunde el acelerador. Trata de pensar en algo más grato y le llega el recuerdo de Betty; sí, linda y simpática mujer, muy amorosa y conversadora, aunque algo posesiva y celosa. Esa noche fue sincero y le confesó que no la quería; en últimas, le destrozó el corazón. Era toda una loquilla y tuvo que terminar con ella. "Betty, Betty, Betty", repite en sus pensamientos aquel nombre.
       Una furgoneta parqueada al borde del sendero llama su atención. Tanto en la parte de atrás, como en los laterales, tiene impreso el aviso «Ferretería Carpenter», en letras apenas legibles. Parece abandonada. Está deteriorada y oxidada, tiene abolladuras en varias partes de la carrocería y la pintura está descarachada. No se detiene y pasa de largo, no sin antes escudriñar con la vista la cabina del conductor de la furgoneta. No hay nadie al volante. Sí, está abandonada.
       Prosigue su camino y tiene otro recuerdo. La conoció hace poco y realmente quiere estar a su lado. Es joven, bella y parecía tan frágil e indefensa cuando la conoció. En definitiva, no quiere seguir perdiendo el tiempo en ese bosque. De repente, a pocos metros de la furgoneta, una llanta se atasca en un hueco y patina en el suelo encharcado. Hunde el acelerador. No funciona. La llanta sigue atascada, arrojando barro a granel. Está atrapado. "¡Otra demora más!", se impacienta. Desciende del automóvil; no le gusta embarrarse los zapatos, pues ni modo, ya se los limpiará después. Examina la situación y se da cuenta de que sacar la llanta de ese hueco le tomará su tiempo.
       Escucha un ruido metálico a lo lejos. Parece provenir de la furgoneta.
       Se queda quieto.
       Las puertas traseras de la furgoneta se abren desde adentro y un par de tipos salen. Uno de ellos, alto y corpulento; el otro, inclusive más alto; pero muy delgado. ¡Es extraño!, pero parece ser que el tipo delgado tiene puesta una máscara de payaso.
       Sí, tiene una máscara y no es de esas simpáticas como para animar fiestas infantiles, es de aquellas horrendas de colmillos ensangrentados. Sin embargo, hay algo que le inquieta más que una fea máscara y es la escopeta que sostiene el payaso.
       Ese extraño sujeto enmascarado se da cuenta de que hay alguien más en ese bosque. Y no es una sorpresa que se enterara de su presencia; al fin y al cabo, las luces del automóvil están encendidas. Ambos permanecen quietos, mirándose fijamente. Sin duda alguien va a morir. La vida está llena de ires y venires, en un momento sonríes y al otro estás en frente de alguien del cual no sabes sus intenciones, pero sabes que no pueden ser buenas ya que lleva un arma y una máscara. Sí, la vida suele ser imprevisible e ingrata. Mientras tanto, el otro tipo, el corpulento, saca algo del interior de la furgoneta. Sea lo que fuere parece pesado, quizá se trate de un costal. Lo arrastra y lo hala con fuerza hasta que cae al barro de un planazo. "¿Eso será un brazo?", supone el vendedor. Pronto se da cuenta de su error. No es un costal, se trata del cadáver de una persona.
       —¡Mátalo y ven a ayudarme! —le dice el hombre corpulento al de la máscara.
       El otro ni se inmuta y sigue mirando al vendedor. Ni siquiera se molesta en apuntarle con la escopeta, tan solo ladea la cabeza con esa horrenda máscara y vuelve a quedarse quieto.
       No hay donde escapar.
       El hombre corpulento arrastra el cadáver hasta el otro borde del sendero, apartándolo de la furgoneta.
       —¡Gracias por nada! —le recrimina al de la máscara.
       Regresa a la furgoneta y saca un tarro de gasolina. Luego, esparce el contenido al cadáver.
       —¡Mátalo! —le vuelve a decir al de la máscara, mientras fija la vista en el vendedor.
       No recibe respuesta del otro, así que vuelve a lo suyo y le echa la última gota de gasolina al cadáver. Prende un cerillo y lo lanza al suelo. El cadáver, de inmediato, se incendia en una viva llamarada.
       —¡Mátalo ya! —le vuelve decir al payaso; esta vez alzando la voz. Está enojado y, al no recibir respuesta, reniega—: ¡Maldito, loco!
       Acto seguido saca una pistola y le pega tres tiros al vendedor, uno le da en la frente.
       El vendedor cae, fulminado, en el barro.
       —Traeré el otro tarro —dice el hombre corpulento—; pero esta vez, tú quemas a ese idiota.
       Escuchan un quejido.
       El vendedor aún respira.
       Tanto el payaso como el otro hombre se le aproximan y apuntan al moribundo con sus armas. Tienen la pretensión de acercarse lo suficiente y darle el tiro de gracia.
       El vendedor agoniza y entorna los ojos tan abiertos como si se le fuesen a salir de las cuencas y abre y cierra la boca, erráticamente, como si se estuviese ahogando.
       El hombre corpulento no lo piensa más y le apunta a la cabeza, dispuesto a apretar el gatillo. Antes de que siquiera lo intente, un tentáculo sale disparado de la boca del vendedor contra el pecho del payaso; tal es la fuerza del impacto que penetra, sin problema, la piel del enmascarado y le destroza el corazón. La chorrera de órganos babosos y despedazados es tan desbordante que baña en sangre al otro hombre. Éste no puede dar crédito a lo que acaba de presenciar, su compañero muere ante sus ojos en medio de gritos y convulsiones. El tentáculo se contrae y regresa hasta desaparecer por la boca desde donde salió. El payaso cae al barro. Se le asoma un gran agujero que le atraviesa el tronco y por el cual le cuelgan órganos seccionados y vértebras rotas. El hombre, con las manos temblorosas, dispara a ese monstruo humanoide en el que se convirtió el vendedor. Todos los disparos le atinan tanto en la cabeza como en el torso. Ya, por fin, no se mueve. Logró matarlo.
       El hombre queda estupefacto en medio de dos cadáveres. Uno de ellos, el de su compañero; el otro, no sabe qué pensar, parece una persona; pero ¿y cómo puede explicar lo del tentáculo? Se agacha y recoge la escopeta; de repente, el cadáver del vendedor se retuerce con enérgicos espasmos y vómitos mezclados de moco y sangre. El hombre se asusta y corre en dirección a la furgoneta. Antes de que logre abrir la puerta que da a la silla del conductor, algo le agarra con firmeza el tobillo, se le enrosca por la pierna y lo hala. La caída es aparatosa y dolorosa. Se trata de un tentáculo que proviene del pecho abierto del vendedor y lo atrapa con tal fuerza, que lo obliga a destemplar en gritos de dolor. Lo próximo que ve son seis patas gruesas y largas, como si fuesen las de un insecto gigante, que le salen a ese cuerpo endemoniado y lo levantan hasta situarlo en una posición casi vertical. El aire adquiere un olor pútrido y ese ser asqueroso lo observa fijamente. Al hombre se le hace un nudo en la garganta, suda a más no poder y aquel monstruo humano-insectoide, tras un minuto en el cual solo lo mira y no se mueve, lanza un chillido ensordecedor. Mas el hombre sabe que todo ese escándalo es sordo para otros seres humanos. No recibirá ayuda. Por eso escogió este bosque en particular en medio de la nada. Le apunta con la escopeta; pero no puede sostenerla con firmeza porque es incapaz de controlar el temblor de su cuerpo, y antes de que siquiera pueda apretar el gatillo, de lo que antes parecía un ser humano común y corriente, un tentáculo sale disparado de la boca y destroza el ojo derecho del hombre que no pudo usar la escopeta.
       El ser inmundo y demoníaco deja en paz a ese despojo humano carente de vida. Retuerce la cabeza deforme y lanza un chillido. Acto seguido, mueve las patas y se aproxima al automóvil que tiene la llanta atascada. Con cada paso que da, chorrea una baba espesa y sanguinolenta que brota por las hendiduras por donde le salieron las extremidades. Al llegar, arranca de un tirón la puerta de los puestos de atrás y adentro, acostada, desmayada, sin darse cuenta de lo que sucedió y sucederá, se encuentra ella, la bella, la joven, la indefensa y es toda, toda, para esa cosa.

FIN

Diego Darío López Mera ©


¿Y dónde aparezco?

¿Acaso soy ese ser inmundo y demoníaco?

Pues no... estaba tras la cacería de un ser del Otro Mundo y las pistas me condujeron a un vendedor de telefonía móvil, quien antes había asesinado a una secretaría y no sé a cuántas mujeres más.

Si hubiese llegado minutos después, Kailú sería una víctima más de esa cosa.

Ahora bien, ¿qué hacía ella desnuda en el puesto de atrás de un automóvil? La respuesta se encuentra en otro de los cuentos que aparecen publicados en 9 monstruos fantásticos. Luego le preguntaré a Diego, si me da permiso para publicarlo en este blog.

Y tal y como se despediría Cocovan: ¡Chao, pescao!


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